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Desde Pina: el blog de Marisa Fanlo Mermejo

Nadie ha acabado con ella

Nadie ha acabado con ella

(Texto mío e ilustraciones de Sabina Blasco Zumeta)

Cuando mi bisabuelo, Emilio Pina, nació en Escatrón en marzo de 1873, ya llevaban lustros planeando –y escribiendo en leyes- unir el Bajo Aragón con el mar con una línea de tren.

Una de las últimas ideas, una década antes del nacimiento de mi bisabuelo, había sido que el tren saliera de Escatrón, de su pueblo, aunque él nunca lo supo, ya que ese proyecto, como tantos otros, se desechó enseguida.

Mi bisabuelo se llamaba Emilio por culpa de la fecha de su nacimiento. Resulta que mi tatarabuelo Bernabé, republicano admirador de Castelar, le quiso poner su nombre para celebrar la proclamación de la primera república, acontecida unas semanas antes, el 11 de febrero de 1873.

La célebre intervención de Castelar sobre la muerte de la monarquía fue pasando, con algunas variaciones, de generación en generación de la familia Pina. Hasta hoy. Decía algo así como: “con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia”.

A los pocos días de nacer yo, mi abuelo Joaquín, que había nacido en 1912 y ya llevaba vividos más de 30 años de dictadura de Franco, me recitó esas palabras como si fueran una nana. Las llevaba grabadas a fuego en su cabeza y en su corazón, como si de una herencia familiar se tratara, y me las repetía en cuanto le dejaban cogerme en brazos. O eso me han contado siempre.

Él fue quien me enseñó, siendo yo todavía una niña, que los nombres de las cosas y de las personas tienen su razón de ser. Para que lo entendiera me ponía el ejemplo del bisabuelo Emilio, que siguió la tradición de su padre y reflejó su ideología y sus personajes admirados en el nombre de todos sus hijos: Carlos, por Karl Marx; Mateo, por Mateo Morral, y Joaquín, por Joaquín Costa. Yo no sabía quiénes eran esos hombres ni por qué mi madre le miraba mal al abuelo cuando me hablaba de ellos. Pero las miradas eran peores cuando el yayo me contaba que incluso a sus hermanas, mayores que él, el bisabuelo Emilio no quiso ponerles nombres de santas ni relacionados con la religión católica. Se llamaron Aurora y Rosa. Y no es que a mi madre no le gustaran esos nombres, pero es que la religión la llevaba metida en vena y no había quien se la tocara…

Aquella gran familia la formó mi bisabuelo Emilio en La Puebla de Híjar. En su juventud aún se había ganado la vida en Escatrón, ya que, entonces, había barcos que iban desde allí hasta el mar por el Ebro y alguien tenía que cargarlos. Pero otras veces iba a trabajar fuera de su pueblo, como cuando construyeron la vía del tren de la Val de Zafán entre La Puebla de Híjar y Alcañiz, a cuya inauguración asistió en 1895. Fue por entonces, cuando ya se terminaban aquellas obras, cuando conoció a mi bisabuela Flora y decidió que, con ese nombre, no se le podía escapar. O eso me contó mi abuelo Joaquín. Yo quiero creer que había más razones, además del nombre, para que tomara la decisión…

Desde entonces hasta que terminó la guerra civil, y se trasladaron a Zaragoza, vivieron en La Puebla de Híjar y allí nació mi abuelo Joaquín y toda la caterva de hermanos y hermanas, en total nueve, aunque cuatro de ellos no pasaron de la primera semana de vida.

Mi padre siempre me había hablado de su bisabuelo Bernabé y de mi bisabuelo Emilio, pero esas historias tenían una fecha tope y un pueblo que, no se sabía por qué, había dejado de existir para mi familia: 1936, Escatrón.

Desde que yo tenía uso de razón, mi padre jamás había visitado el pueblo de su familia ni había mostrado ningún interés en ir. Ni siquiera me había contado si existía todavía en Escatrón la casa del tatarabuelo Bernabé, aquel herrero republicano, que leía la prensa y conocía a todos los políticos de la época. En cambio, a La Puebla de Híjar íbamos a menudo. Sobre todo, a la estación y a caminar entre las antiguas vías del tren y entorno al puente de la Torica.

Hasta aquel día en el que decidió llevarme a Escatrón.

De los viajes nos quedan imágenes y palabras. Imágenes que nos recuerdan momentos, historias… Palabras que son como un río. Momentos que son como el agua que pasa, en la que te bañas, la disfrutas y se va. Historia que es pasado, presente y, quizás, futuro. Mis viajes son muchas cosas… Pero este viaje prometía ser algo más.

Era una tarde de viernes que apetecía disfrutar. Mi padre comenzó a hablar mientras un cielo azul con algunas nubes me obligaba a fotografiarlo con mi cámara desechable. Recorríamos los meandros del Ebro con las ventanillas bajadas, por una carretera estrecha por la que entramos hacia Cinco Olivas, Alforque y Alborge.

Mi padre me iba contando que parte de la familia Pina todavía vivía en uno de estos pueblos: en Alborge, los descendientes de uno de los hermanos del tatarabuelo Bernabé.

Y así comenzó a recordar cuando mi tatarabuelo y sus hermanos asistieron -él no recuerda la fecha, pero yo ahora la sé- el 23 de octubre de 1882, a la colocación de la primera piedra de la vía de Val de Zafán hacia Tortosa por parte del rey Alfonso XII.

Los republicanos del Bajo Aragón, entre los que no faltaba la familia Pina, no podían dejar pasar la ocasión. Esperaron al monarca en La Puebla de Híjar y, en cuanto vieron aparecer a la comitiva real, comenzaron a cantar una jota: “Que no se crea la gente/ Que la fiera no murió/ Que el Alfonso ya se va/ hasta cerca de la mar/ porque la fiera no ha muerto/ y si muere resucita/ Que no se crea la gente”. No hay noticias sobre si el Alfonso la oyó ni si, en su caso, la entendió. Pero consiguieron no ser detenidos por la Guardia Civil.

El día anterior, el 22 de octubre de 1882, Alfonso XII acababa de inaugurar también las obras del Canfranc, cuya línea llegaría a Jaca once años después, dos antes de que la línea de la Val de Zafán llegase de La Puebla de Híjar a Alcañiz.

Fue a partir de entonces cuando La Puebla de Híjar se convirtió en uno de los pueblos más prósperos del Bajo Aragón de finales del siglo XIX, gracias al tráfico ferroviario y la industria. Y fue por esas fechas cuando comenzó la relación de mi bisabuelo Emilio y sus descendientes con el mundo ferroviario y sindical.

Mientras cruzaba con mi padre el puente de Sástago, recordábamos a mi abuelo Joaquín, que fue quien más me enseñó de trenes y, sobre todo, del de la Val de Zafán. Tanto él como mi padre conocían perfectamente todo el trazado, los túneles, los valles, las estaciones… Mi bisabuelo Emilio lo había construido y se lo había enseñado después, al igual que ellos durante años, hasta la muerte de mi abuelo, habían intentado hacer conmigo. Mi bisabuelo vio nacer esa línea y mi padre la vio morir. El último día que vio el tren funcionando, el 19 de septiembre de 1973, fue el día que yo nací, el día del hundimiento del túnel que llevó al cierre de la línea. Mi madre me contaba que mi padre y mi abuelo lloraban aquel día y ella no sabía si era de pena o de alegría.

Dejábamos a la izquierda el camino que lleva al Monasterio de Rueda, para cruzar el río y entrar en Escatrón, cuando mi padre comenzó a desenmarañar mis dudas acerca de aquel viaje. Había tenido noticias de unos primos de Francia, descendientes de uno de los hermanos del bisabuelo Emilio, de quienes yo apenas había tenido noticias en mis veinte años de vida. Los últimos de la familia que habían vivido en la casa de Escatrón, a la que nunca volvieron desde aquel día de 1938 en que salieron de su pueblo. Eran muy mayores y no tenían nietos a quienes dejársela.

Paramos en la plaza de la iglesia y nos encaminamos a la calle Mayor. Daba pena ver tantos caserones cerrados y abandonados. Rejas, rafes, puertas y ventanas, que habían vivido tiempos mejores, nos vigilaban hasta que llegamos a aquella casona. Mi padre se paró, sacó del bolsillo una llave antigua, grande, pesada, y abrió la puerta. Era la llave que le había dado el bisabuelo Emilio en su lecho de muerte y que el abuelo Joaquín le recordó hace sólo unos meses, en el suyo.

Ese día de 1994, heredé la casa y la herrería de mi tatarabuelo Bernabé, junto a la historia de una familia lejana masacrada en campos franceses y alemanes. En mi familia tenemos muchas tradiciones y, de momento, las seguimos cumpliendo.

Ahora, hemos vuelto a Escatrón y aquí crecen mis hijas, escuchando las historias de sus abuelos y jugando a los nombres. Por cierto, mi padre se llama Buenaventura y mi madre, Hortensia. Yo, Paloma, como quiso mi abuelo Joaquín.

Nota: La mayoría de los datos históricos sobre la línea de la Val de Zafán que aparecen en este texto han sido extraídos del libro de relatos “Tren de Val de Zafán”, publicado en 2011 por Gara d’Edizions, Colección ViceVersa, 5.

(Este texto y las ilustraciones de Sabina Blasco Zumeta se han publicado en el último número de Rolde, Revista de Cultura Aragonesa, nº 154-155, julio-diciembre 2015)

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